A finales del siglo IV se rompía la unidad del Mediterráneo al dividirse el Imperio Romano por Teodosio. La parte occidental, la más pobre y afectada por una crisis generalizada desde inicios del siglo III, tiene como emperador a Honorio, mientras que la parte oriental es gobernada por Arcadio. Desde el mencionado siglo III, pueblos germánicos procedentes de Asia van penetrando violentamente por los limes del imperio occidental tras ser rechazados en las fronteras del Imperio Bizantino. A finales del siglo V, Occidente entra en la larga noche del feudalismo. Casi al mismo tiempo, el Imperio Bizantino vive sus horas de apogeo el siglo siguiente, de la mano del emperador Justiniano.
De forma inesperada, un nuevo protagonista surge en el siglo VII: en la península arábiga nace la civilización musulmana. El Islam se extiende por la orilla sur del Mediterráneo, logrando adentrarse, incluso, en la casi totalidad de la península Ibérica. La nueva cultura musulmana adopta los fundamentos del mundo clásico y, a su vez, aporta sus elementos propios y originales.
Hacia el año 1.000 se han consolidado las tres civilizaciones con sus respectivas religiones monoteístas. Bizancio (ortodoxo) y el Occidente europeo (católico) se enfrentan al Islam, tanto en la península Ibérica (Reconquista) como en Tierra Santa (las Cruzadas). De esta coyuntura histórica surgirá el despertar de Occidente, que lentamente irá progresando -a pesar del tropezón de los siglos XIV y XV- hasta convertirse en el continente hegemónico hacia 1492, con el inicio del mundo moderno.
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